Cuando hace diez años comencé a divulgar el pasado en las redes me enrolé en aventura solitaria. El estudio del pasado era páramo desangelado para estas tierras del sur de Cuenca. Con el tiempo aprendes de la influencia de estos experimentos y de su interés por controlarlos, en la mayoría de las ocasiones, obviandolos. Y es que uno ya sabe de la importancia del evento como mejor forma de aniquilación.
Es curioso, pero la soledad es el único camino del acompañamiento. El estudio de vastas zonas del obispado de Cuenca son estudios solitarios de un pueblo en compañía deseada del presentismo interesado de lo accidental, que es político. Digo solitario, pues ni se quiere ni se puede escapar del localismo carpetovetónico. Lo otro es un andar de aquí para allá en la geografía y en el tiempo, deambulando en desiertos y donde uno aprende que no son los oasis los que sacian la sed del conocimiento sino esos encuentros escasos y sobrevenidos con otros viajeros perdidos del presente y aquellos encuentros más frecuentes con las huellas del pasado y las almas errantes apenas aprehensibles en los legajos. Huellas escritas y catas y calas entre viejas piedras que aguantan. Unos buscan el esplendor con el remozado de lo antiguo, otros vagamos entre ruinas en un diálogo insondable con las almas de nuestros ancestros.