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miércoles, 18 de noviembre de 2015

Arrancacepas: cuando unos luchan por el derecho a existir y otros ven negada su existencia



Cruz del siglo XIII



Arrancacepas es un pueblo más conocido por su nombre que por la visita del mismo. Algunos quieren ver en su nombre una tierra de buen vino. Pero quienes conocemos el pueblo sabemos que el vino de calidad escasea y más bien creemos que el propio nombre procede de arrancar cepas, pero no de vino, sino de los troncos y raíces de una vegetación de monte bajo para ganar espacio para la agricultura. Arrancacepas era simplemente unas casas, cuando recayó como un bien más en el mayorazgo que de su padre recibió en 1370 Micer Gómez García, VI señor de Albornoz. Dicen que el pueblo surgió en el siglo XII, en los momentos de la Reconquista de la Tierra de Cuenca, como una aldea más del llamado sexmo de Torralba, que configuraba con su poca entidad una parte del extenso alfoz de la ciudad de Cuenca.

Arrancacepas no nos ha legado un patrimonio artístico que sea digno de conservarse. Y lo poco que queda se lo han llevado del pueblo. Su iglesia es una más, aunque el espíritu con el que se levantó es la afirmación del mismo orgullo con el que otros pueblos levantaron las suyas. No hay hidalgos ni el pueblo parece echarlos de menos. Es más, de los que han sido señores del pueblo, Albornoces o Mortaras, no hay memoria alguna, ni siquiera interés por recuperar su recuerdo. Al fin al cabo, la historia del pueblo hubiera sido la misma o quizás un poco mejor. No hay acontecimientos heroicos. Su vida e historia está formada por sucesos triviales, aunque tampoco se envidia la tradición ajena. Y sin embargo, en sus habitantes, de antaño y del presente, hay una arrogancia callada, que les lleva a ver cuanto les rodea con cierto desprecio. No se envidia lo ajeno, pero se valora en demasía lo propio. Los arrancaceperos son poca cosa, pero saben de una verdad última: sin su sacrificio, como el sacrificio de tantos pueblos y vecinos anónimos, no existiría el presente. El presente propio y el ajeno.

Estela funeraria
De su pasado nos queda una cruz románica en cobre dorado del siglo XIII y una estela funeraria de cuya datación no se sabe nada. La imagen del crucificado es la de un Cristo coronado, Rey triunfante sobre el sufrimiento; ejemplo de unos primeros habitantes orgullosos de vencer y ganar la tierra a la naturaleza agreste. Su éxito estuvo a punto de verse truncado. La peste de 1348 casi provocó la desaparición del pueblo, otros sesenta lugares tuvieron menos suerte y se despoblaron, como los vecinos Castillo de Alabaráñez, Olmedilla de Eliz o Fuentesbuenas (1), de donde procede la mitad de la familia del que escribe. Pero el pueblo se libró de las viejas rapiñas feudales y de otras nuevas, como las apetencias del conde de Priego de incorporar su término a Cañaveras, y defendió en el más propenso reinado de los Reyes Católicos su libertad y su naturaleza de pueblo de realengo. En estos conflictos de finales de siglo destacó un vecino llamado Alonso Moreno, que defendió la libertad del pueblo frente a las presiones nobles, y que quiso, como hombre poderoso y rico hacer del vecino pueblo de Castillo de Albaráñez su propio señorío. Hasta allí acudió a levantar con sus familiares un pueblo abandonado, exigir el cierre de sus términos y fin de los aprovechamientos comunales frente  a los arrancacepeños. El uso comunal de los montes de Castillo de Albaráñez sería motivo de conflicto entre los dos pueblos colindantes durante más de cien años hasta que el pleito fue llevado a la Chancillería de Granada en 1626. Con Alonso Moreno, sexmero de la tierra de Cuenca, comienza el esplendor de Arrancacepas como villa de realengo, el renacimiento de la desaparecida aldea fundada por Alvar Fáñez y los consiguientes conflictos entre dos pueblos que luchan por un espacio agrario en disputa, nacido de la roturación de los viejos montes comunales.

El comportamiento demográfico y económico de Arrancacepas está más cercano a otras poblaciones del sur de la provincia de Cuenca que del norte de la provincia o de Castilla la Vieja. El siglo XVI es un siglo dorado para el pueblo que duplica su población, llegando a los cien vecinos. Arrancacepas es un pueblo agricultor, siempre vio con recelo la cañada real que pasaba por el término. El símbolo de Arrancacepas como pueblo agricultor es la ejecutoria de 1554, que le permite roturar los montes; el símbolo de su fracaso es la de 1626, que le niega tal derecho. La crisis demográfica, iniciada en otras poblaciones de España con la decadencia del último cuarto del siglo XVI, en Arrancacepas solo se empieza a vislumbrar tras la crisis de las guerra catalana de 1640, que conducirá a un descenso demográfico pronunciado en la segunda mitad del siglo XVII.

Francisco de Orozco
Marques de Mortara,
I señor de Arrancacepas
Es en los cuarenta cuando los mozos de Arrancacepas toman el camino que les lleva a la guerra de Cataluña; con los jóvenes se van los brazos para cultivar la tierra y con la pérdida de las haciendas propias se pierde también la del Rey. Es la necesidad de una hacienda real ruinosa la que lleva a vender el pueblo. Irónicamente, el comprador de la jurisdicción del pueblo es un general vencedor en Cataluña, Francisco María de Orozco, marqués de Olías y Mortara y virrey de Cataluña. El Rey recupera Cataluña y pierde sus vasallos. Junto a Arrancacepas, otras seis villas pasan a jurisdicción señorial el 15 de diciembre de 1653: Albalate de las Nogueras, Villaconejos del Trabaque, Bolliga, Fuentesbuenas, Castillo de Albaráñez y Villar de Domingo García. Arrancacepas adquiere el título de villa pero a costa de renunciar a su libertad. El pueblo inicia un declinar que se prolongará hasta la extinción biológica de los marqueses de Mortara en 1805. En el setecientos, tal como nos demuestra el catastro de Ensenada de 1753, el pueblo no ha recuperado aún los vecinos de  ciento cincuenta años antes.

Cuevas del Montecillo
En 1753, Arrancacepas es un pueblo de ochenta casas, pero a su lado hay otras cuarenta y dos casas arruinadas. Tiene sus casas de ayuntamiento, hospital de pobres, fragua y horno de pan cocer. Elige sus alcaldes y regidores, pero deben ser confirmados por el marqués de Mortara, que recibe una parte de las penas judiciales y sanciones impuestas más una libra de azafrán, gravamen que debía doler especialmente a sus vecinos. Los arrancacepeños se dedican a la agricultura de secano, al cultivo de cereales, debiendo dejar la tierra en barbecho uno y, lo que es más habitual, dos años. Se han abandonado tierras, en otros tiempos roturadas, entre ellas, las del monte de Arriba: la carrasca ha recuperado su antiguo territorio. Ni siquiera los cortos ganados lanares que poseen los vecinos pueden cubrir los pastos dejados por las tierras incultas, apenas si llegan a mil cabezas. No hay molino harinero ni lagar aceitero, la villa vive subsidiariamente de estos servicios proporcionados por la vecina Cañaveras, que también aporta el médico. Aparte de la dependencia de Cañaveras, la villa trata de ser autárquica. En lo que es una definición de su eterno espacio agrario, junto al trigo, cebada, centeno o avena que dominan los campos, cada familia procura tener su olivar, su viña, su terreno para legumbres y si hay suerte hasta una huerta junto al arroyo del Merdancha o en la Fuentearriba. En las casas se trabaja el cáñamo y el mimbre.

Procesión del patrón: San Gil Abad
Será el siglo XIX, la época dorada de Arrancacepas. Después de la Guerra de la Independencia, superará la increíble cifra de 400 almas. Quizás demasiado vecinos para un escaso término de mil ochocientas hectáreas. Arrancacepas supera las cien casas habitadas, ahora por numerosos miembros, incluso se permite tener un anejo llamado Fonpalillo. Sus casas, cuyos tejados son mayoritariamente de tejas,  se organizan en torno a una plaza y seis calles; el símbolo de una villa orgullosa de sí misma es una escuela pública a la que asisten cuarenta niños; no todos, pues otros muchos están ayudando en el campo a sus padres. Una iglesia, la de San Gil Abad, y tres ermitas, San Roque, la Asunción y la Caridad, do dicen el Castillo, son puntos de encuentro en las festividades y romerías del pueblo. Con cierta tristeza se mira esas otras dos ermitas levantadas en el quinientos y ya arruinadas. Es ahora cuando el paraje del Montecillo comienza a ser horadado por innumerables cuevas en la dura roca rojiza que llaman tosca, donde artesanalmente se fabrica el vino. No se sabe bien si la festividad de San Gil Abad es el final de la cosecha de trigo o el comienzo de la vendimia, pero es en este periodo veraniego marcado por las fiestas de San Pedro y San Pablo, Santiago Apóstol o la Virgen, cuando el pueblo se siente más satisfecho de sí mismo, recogiendo los frutos de su trabajo.




La historia de Arrancacepas es una sucesión de etapas que alternan entre un recogerse sobre sí misma y una apertura a los demás. Siempre en riesgo de caer en la endogamia y siempre abriéndose a los otros. Aquí el mérito no es tener ocho apellidos castellanos, sino que estos ocho apellidos, e incluso los dieciséis no se repitan. Si uno se mira a sí mismo, se siente orgulloso de sus apellidos de rancio castellanismo: Ortega o de la Torre; pero en seguida se da cuenta de la amplia panoplia de esos otros apellidos que le pueden llevar a cualquier otro punto de la geografía nacional e incluso fuera de ella: de la Rosa, Ferrer, Cava, Gallego, Cordente, Triguero o Turín. A pesar de ello en la historia del pueblo hay continuidad de unos apellidos presentes o ya desaparecidos que se podrían reproducir en cualquier otro lugar de la Alcarria: Vindel, Colmenar, Polo, Torres, Lázaro, Castellano, Estirado, Abad, y otros más recientes como Carralero, Izquierdo, Bonilla, Sevilla o Perales, y tantos otros que se quedan en el olvido. Todos ellos nos hablan de un pueblo que ha sabido renovarse y acoger a esquiladores, comerciantes de paso, gallegos que bajaban a segar o simple gente sin oficio ni beneficio que se acogía como criados (mozos se les llamará, que en esta tierra se ve mal la servidumbre) a cambio de la comida, que poco más se les puede ofrecer en estas tierras. Todo ello conforma una manera de ser, resumida en el viejo principio castellano de que nadie es mas que nadie. Principio fundado no cabe duda en la envidia, pero una envidia que no desea lo ajeno sino que tiende a revalorizar ante los demás lo que se posee como propio, por poco que sea.

Cueva de vino
Arrancacepas quiere escapar de su provincianismo y manda a sus hijos a estudiar a la Universidad Central. Allí estudian los hermanos Lázaro Cava: Gregorio escoge los estudios de Filosofía y Letras, Santos, los estudios de las leyes y la política, llegando a ser diputado provincial, concejal de Cuenca y decano de su colegio de abogados. A final pagará en 1936 con su vida en una cuneta, no tanto por su ideología de derechas (difícilmente se puede ser otra cosa en estas tierras) como por haberse labrado a sí mismo un futuro con su esfuerzo y mérito personal. Algo que en estos pueblos siempre se ha hecho, pero en silencio. Pero el ochocientos será un siglo marcado por los azotes de las epidemias, sobre todo, el cólera, que marcará el irregular devenir de la población de la villa. No tenemos datos constatados, pero hemos de suponer que el cólera de 1885 golpeó de forma cruel a la población y que la mortalidad fue extrema. Los 381 vecinos de 1877 se ven reducidos a los 291 de 1900. La población de Arrancacepas iniciará desde comienzos de siglo un lento despegar para consolidarse en una población superior a los trescientos habitantes.

Las crisis de mortalidad sobrevenida todavía golpearon a una población que hasta después de la Guerra Civil se mostraba indefensa a las enfermedades. Valga como muestra el ejemplo de mi familia. En 1929, muere mi abuela Josefa Cava y dos de sus hijas. A la enfermedad, que será mal llamada sarampión, sobreviven en la familia únicamente mi abuelo Gaspar de la Rosa Ortega y mi padre Germán de la Rosa Cava, por entonces un niño de dos años, al que mi abuelo decide sacarlo, desesperadamente, contraviniendo los consejos médicos, a la calle, para respirar aire puro y huyendo de la atmósfera insana y viciada de la enfermedad que se ha apoderado del hogar familiar.

Subida a la Iglesia de San Gil Abad
Los adelantos médicos (léase penicilina) parecen llevar al pueblo a un nuevo auge en la década de los sesenta. El pueblo que ha vivido de espaldas a la Guerra Civil, apenas molestados por alguna visita de la columna del Rosal, más preocupada por destrozar los retablos de la Iglesia, y cuyos vecinos solo se ven reclutados por la República al final de la guerra en la llamada quinta del saco. Las diferencias parecen quedarse dentro del pueblo al final de la guerra y en la retina de los vecinos de Arrancacepas únicamente queda grabado el dolor de los presos republicanos que, forzadamente en batallones de castigo, arreglan la carretera local. Un rapaz de doce años, Germán, ve cómo le descerrajan un tiro a uno de estos presos republicanos. Los años cuarenta se pasan mejor que en otros pueblos y ciudades, pues un pueblo pobre funda su economía en las pequeñas haciendas familiares que les dan lo básico para comer. Pero el franquismo se ve mal en el pueblo, no se entiende que después de que los anarquistas destrozaran la Iglesia, ahora se humille al alcalde del pueblo, obligándole a ir a Cuenca a entregar la cruz románica. Luego vendrá el renacer, en los sesenta se llega a máximos de población. Las familias mandan a sus hijos mayores al seminario de Uclés para darles un futuro mejor. El pueblo parece en paz, en la casa del alcalde, Juan María Carralero, se recibe La Ofensiva, se llama fuera desde el único teléfono existente y se aloja a la pareja de la Guardia Civil, a la que se prefiere ver antes en el pueblo que persiguiendo la caza furtiva por los campos. Pero entonces, llega la catástrofe. El auge agrario del pueblo viene acompañado por la urbanización y desarrollo industrial de España. Un nuevo mundo se abre ante los ojos de unos labradores que ven la única televisión del pueblo en casa de Marino. Las familias abandonan el pueblo en busca de oportunidades en Madrid, Barcelona o el Levante. El pueblo mengua de forma alarmante, la escuela de niños desaparece el año de 1973. Los pocos niños que quedamos en el pueblo (yo era uno de ellos) somos llevados a la Escuela Hogar San Julián de Cuenca. Con los niños, se van las familias que habían decidido aguantar en el pueblo. Entre ellas, mis padres. Arrancacepas se queda sin vida. Los olmos, guardianes de la vieja alma castellana, son abatidos por la grafiosis.

La carrasca
No obstante, unas pocas familias se quedan. En el pueblo la mecanización ya ha aparecido desde finales de los sesenta con algún viejo tractor ruso. Se forma la primera cooperativa agraria. La explotación de la tierra vuelve a ser rentable para las pocas familias que quedan en el pueblo. El girasol sustituye al trigo y su amarillo inunda los campos. La explotación del campo se hace más racional con la concentración agraria. La Junta de Comunidades levanta nuevos espacios públicos. Incluso el pueblo parece revivir con la vuelta en el verano de aquellos emigrantes de los sesenta y sus hijos, que ponen en pie las viejas casas derruidas. Pero el pueblo encara los inicios del nuevo milenio mirándose al espejo de su desaparición: no hay niños ni matrimonios jóvenes para renovar las familias, la agricultores desparecen a falta del relevo de otros jóvenes, en los inviernos quedan las casas abandonadas, el revival del verano no va más allá de las fiestas patronales. Hoy, cuando los pueblos de España reivindican sus hechos diferenciales, cuando nadie quiere saber del otro y de su vecino si no es para manifestar  aquello que le distingue y no lo que de común se tiene, hay una zona de España que no tiene voz para protestar y reivindicar nada, porque ya no hay hombres  ni mujeres, ni siquiera ancianos, pues se fueron anónimamente a contribuir con su esfuerzo a levantar otras tierras, dejando a las suyas hundidas y abandonadas. Decía Ortega y Gasset que Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla. Efectivamente así fue, pero no solo en los campos de batalla, también en el duro trabajo de la tierra y de las fábricas. Hoy ese triángulo formado por las comarcas de la Sierra y la Alcarria conquense, junto a sus anejas de Teruel, Guadalajara y Soria,  la llamada Celtiberia, muere. Las carrascas recuperan los viejos espacios antaño roturados para la agricultura, su silueta en el horizonte se venga hoy de aquellos hombres que con sus bueyes y mulas dejaron raso el paisaje de la paramera alcarreña. La vieja carrasca del cerro de la Caridad ya no está sola. El pequeño pueblo de nombre ruidoso, Arrancacepas, que yace a sus pies, salvo en nuestra memoria, ha tiempo que murió.





(1) SANCHEZ BENITO, J. M.: "Términos despoblados en la Tierra de Cuenca" HID, 40, 2013, pp. 327-359





ANEXO I. Evolución histórica de la población


Censo de Pecheros de 1528
  • 55 vecinos
Censo de los obispos de 1587
  • 60 vecinos y una pila (los datos son discordantes con los del censo de millones de cuatro años después)
Censo de millones o de Tomás González de 1591
  • 109 vecinos: 106 pecheros, dos hidalgos y un clérigo
Censo de 1646
  • 100 vecinos
Catastro del Marqués de Ensenada de 1751
  • 72 vecinos
Diccionario de Miñano de 1829
  • 125 vecinos, 480 habitantes
Diccionario de Pascual Madoz de 1850
  • 110 vecinos, 437 habitantes
Censo de 1877
  • 123 vecinos, 381 habitantes
Padrón de 1900 (INE)
  • Presentes: 142 varones y 138 mujeres
  • Ausentes: 8 varones y 3 mujeres
  • Transeúntes: 6 varones y tres mujeres
  • Población de hecho: 289 
  • Población de derecho: 291
Población de 1920
  • Población de hecho: 317 
  • Población de derecho: 307
Población 1940
  • Población de hecho: 289
  • Población de derecho: 302
Población de 2016
  • 28 habitantes
Fuente: INE


Los datos presentados, en lo que concierne a los más antiguos, hay que tomarlos con reservas. Así los datos del llamado censo de Obispos de 1587 hay que verlos con la misma suspicacia como poca colaboración de los prelados a aportar datos fidedignos de sus diócesis. Se debe dudar, asimismo, o al menos tomarlos con reservas, de la veracidad de los datos del censo de 1646.