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martes, 18 de mayo de 2021

Olmedilla de Éliz

 Hay pueblos y hay pueblos en la Alcarria conquense. Hay pueblos que tuvieron antaño la desgracia de caer en señorío y hoy, porque hay quien se acuerda de los señores, traen con los títulos los territorios y lugares. Hay pueblos que acompañan la carretera de Guadalajara y otros que acompañan al Guadiela o al Tajo si hay fortuna de villa romana desterrada o casa rural advenediza mantienen renqueante la vida. Y están los otros pueblos, en hondonada, en la proximidad de un riachuelo, escondidos entre las cuestas que suben a las parameras; por haberlos, los hay que no tienen arroyo que los acompañe, pero han sabido acogerse a las aguas dulces de sus fuentes para envidia de las aguas salobres de sus vecinos, tierras de yeso cristalizado. Uno de esos pueblos es Olmedilla de Éliz; cómo no, está despoblado o casi. Tampoco es ninguna desgracia, pues no es la primera vez; ya nos avisa el historiador, es decir, José María Sánchez Benito, el único que merece llamarse con ese nombre en Cuenca, que hace seiscientos años estaba despoblada, o eso dicen los censos, que no son tales, pues allá por mediados del siglo XV, un Carrillo andaba comprando tierras. Al hombre se le había hecho grande la Mancha y los Ruiz de Alarcón y aún más, parece, el negocio de los molinos, aunque lo más probable es que fuera su suegra, una Torquemada, la que lo trajera atado a estas tierras.

Aunque meter a los “carrillos” en Olmedilla es soñar. Tierra había y ganas de cultivarla también; por eso, sus pobladores fueron mucho más prosaicos. Uno de ellos debió ser un arrancacepero: como tierra había y faltaba solo la mujer para formar familia, pues se raptó en Cañaveras y el pueblo abandonado se mutó en nueva entidad de población. No es que Olmedilla no existiera de antes, es que la Iglesia dejó de meter sus narices y desaparecieron esos registros documentales del archivo catedralicio del siglo XIII, para permanecer únicamente lo que es rutina parsimoniosa en esta tierra: el cura de sotana. Y nada más, pues el maestro llegó más tarde para malvivir. En su existencia anodina el pueblo se mantuvo durante siglos; Olmedilla de Éliz crecía y sus habitantes también, es un decir, pues su número apenas pasó de doscientos, y la verdad es que cada uno de sus hombres y mujeres menguó con el único horizonte de sobrepasar el metro y medio. La pequeñez de sus hombres y mujeres es una maldición de la Alcarria. Quizás por adaptación a un medio reducido y horizontes limitados, quizás por acompasar la pequeña propiedad que se posee o simplemente porque la inteligencia es más preclara en las circunvoluciones y materia gris de un cerebro pequeño. Es más, en estas tierras, la cabeza grande va asociada a la imbecilidad, como el cuerpo grande a la bonhomía. Esta raza de seres liliputienses sabe que el menguar es la mejor garantía de llegar a los noventa, y aun a los cien, pues siempre falta edad para transmitir el saber a los hijos. Es la obsesión de las madres de estos pueblos alcarreños, que los hijos estudien, sin saber bien el qué y el para qué…, tal vez para reírnos en nuestro interior de aquellos que el mundo se les queda pequeño. ¿Y qué es el mundo, sino una casa hogareña, una familia, los otros parientes que ya son “tíos” y una tierra, bien de cereal bien de viñas u olivos, que acompaña… eso sí, mi tierra, en medio de un paisaje azoriniano donde las nubes pasan repetidamente?
Se hunden las ciudades. Los pequeños pueblos permanecen, huérfanos o habitados, son como el español, caínes sempiternos.

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