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domingo, 5 de noviembre de 2023

ARRANCACEPAS EN EL INVIERNO DE 1973

 ARRANCACEPAS EN EL INVIERNO DE 1973

Es una carta de un niño de ocho años, el que escribe estas líneas, y es la agonía de un pueblo de la Alcarria conquense, Arrancacepas. La carta se escribió el 12 de febrero de 1973, iba dirigida a una maestra que había dejado el pueblo el verano anterior para ampliar su formación académica. A Arrancacepas no quería venir maestro alguno; su escuela unitaria con apenas catorce niños era edificio destartalado, sin servicios esenciales como el agua corriente. Tan solo un pequeño jardín de rosales y lirios animaba nuestra infancia.
Aquel año 1973 fue el "annus horribilis" para el pueblo. Un invierno frío y helador, donde el sol apenas si había hecho aparición dos días, convertía las jornadas en insufribles al amparo del único calor del hogar familiar. Frío y recogimiento en las casas e imposibilidad de salir a las eras, lugares de juego infantil, eran vistos por aquel niño como imposición forzosa y negadora de la vida, porque en Arrancacepas gran parte de las clases diarias escapaban de las aulas y se impartían en los campos, en una continuidad ininterrumpida entre juegos y lecciones que hoy sería mal entendida.
Pero aquel invierno si no fue peor que otros en fríos y hielos, lo fue en los negros presagios que ya andaban en las mentes de los lugareños y que, pasadas las Pascuas navideñas, se hicieron realidad. El niño de ocho años no llegaba a entender lo que sucedía, aunque en sus propias palabras nos decía: "del pueblo si se van, queda deshabitado". Mientras, mostraba la preocupación por las muchachas que habían dejado el pueblo un mes antes. A los ojos del niño quedaban los vacíos de las compañeras de juego, ahora ingresadas de forma repentina e inesperada en el colegio de Josefinas de Cuenca, y de las que no se sabía nada. A la escuela unitaria apenas si le quedaban unos meses. Los padres ya eran conocedores que, al acabar el curso, la escuela cerraría, como la de otros muchos pueblos alcarreños y serranos, y sus niños serían encerrados en el internado de la Escuela Hogar San Julián de Cuenca, coincidiendo con el comienzo del curso en octubre. Fue la muerte final de un pueblo, ya malherido por el éxodo a las ciudades en la década de los sesenta; muerte expresada en frases sueltas de un niño que creía haber alcanzado la madurez un año antes al recibir la primera comunión.
Era la "España vaciada" que se dice ahora, aunque su realidad ya se vivió hace medio siglo, y además eran las vivencias negativas de aquel melindres. Quiero recordar que un año antes, sin saber por qué, dejé de dibujar bien, de escribir bien y de hablar bien. La carta muestra, amén de faltas ortográficas, ese carácter entrecortado de ideas que desde entonces me vienen de forma anárquica a la cabeza, la redacción caótica y la mala pronunciación de la "r" que sin remedio arrastro. Si bien, también quiero ver en aquellos años una cesura en mi vida y carácter, que desde la introversión han hecho de mi una persona tan apocada como orgullosa. Fue esa arrogancia con la que llegué a la escuela del Carmen en Cuenca, conviviendo con una generación de desechos sociales sin oportunidad alguna, e intenté descollar en el instituto Alfonso VIII (y creo que conseguí sobrevivir entre gente mucho mejor preparada que yo). Luego abandoné Cuenca, donde nunca encontré mi sitio, en medio de esperanzas frustradas, solo aliviadas por la estancia de tres años en un pueblo de la Mancha tan arrogante como uno mismo: San Clemente.
Todas estas son las razones, y alguna más, por las que escribo de viejas sociedades de labradores del pasado. En mis libros, sin necesidad de cita alguna, hablo de los sueños infantiles que viví en un pueblo abandonado de la Alcarria, Arrancacepas, y de los fracasos que llegaron después. Pues, qué es la Historia, sino sucesión de grandes esperanzas y ensoñaciones negadas por los tropiezos de unos hombres que ven arruinadas las obras que han levantado con su trabajo. Pues, qué es la Historia, sino la búsqueda de la verdad, donde no caben los engaños, ni siquiera para dulcificar los fracasos, tal como intentaba piadosamente aquel cura mentiroso de Torralba, cuando jugábamos de niños al fútbol. Unas mentiras que quieren ser negadas por aquella cruz en la cabecera de las antiguas cartas.



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